Escucho la estrepitosa tempestad desde mi ventana abierta, los árboles se balancean con furia suplicándole al cielo la libertad de las aves que disfrutan los golpes del viento en sus delicadas plumas. Se oye los lamentos de la tierra y son tan hermosos que cuesta dormirse con tanta belleza alucinando afuera.
La oscuridad reina en mi cuarto y respiro la humedad de las viejas paredes. Mis pulmones exhalan el aroma a tierra mojada que trae la brisa fresca y mi piel desnuda se eriza ante las caricias de las frías sábanas.
Un beso de dulces ficciones me toca la frente, mi mente delira entre sueños y deseos. Creo estar despierta, mis manos están heladas, pero mi cuerpo caliente transpira flores marchitas.
Giro y me contorneo como poseída por algún demonio que no puedo ver, pero que percibo y me tortura. Escucho gritos desde las otras habitaciones, pero estoy sola, siempre lo he estado.
El cielo sigue tronando con ímpetu, su misterio me desafía, los relámpagos iluminan momentáneamente la habitación y me parece visualizar una silueta cerca de mí...
Tiemblo, me rasguño el rostro, me precipito hacia el abismo de la locura.
Creo sentir una voz que me habla en latín y no puedo comprenderla, hasta que unas manos me toman sorpresivamente del cuello, quemándome como si fueran dos bloques de hielo que me presionan la garganta.
Ahora lo entiendo todo.
En un instante, en un fragmento de vida lo comprendo.
Mi príncipe ha llegado, tantos años esperando, sola en ésta vieja casa, deseándolo, suplicándole por su advenimiento, y ha llegado y está aquí junto a mí, sosteniéndome tiernamente, bendiciéndome pecaminosamente...
Intento hablarle, intento moverme.
No puedo ver nada, ya no escucho el bosque llorar, ya no percibo los gritos de los fantasmas. No siento mi cuerpo, me siento tan fresca, tan hermosa y tan suave como una seda tibia cubierta de sangre.
