lunes, 11 de junio de 2007

Colaboración de Camara Guillet


En aquel atardecer de invierno en lo alto de aquella fortaleza que habían hecho para aislarme, me sentía con la angustia propia del crepúsculo, y la nostalgia de aquellos días de plenitud junto a mi amado me destrozaban el alma, me hacían sentir escasa, tan limitada ante los ojos mortales. Nada sentía claro sin su acento, y sin la canción de su risa, nada encontraba vivo sin el aliento de sus palabras diciéndome al oído: nunca pares, sigue adelante. Nada encontraba hermoso sin sus líricas haciéndome despertar del sopor. Y allí me encontraba yo, aguardando la penumbra, sintiendo como el corazón se me hacía estrecho en el interior de mi cuerpo, tenía frío. La estufa estaba prendida pero no irradiaba calor, mi sillón se sentí como piedra en mi columna, y aún así, todo esto no apartaba mi pensamiento de él. Él era todo lo que había querido, era lo mejor que podía tener, era lo único que quería, y él sentía lo mismo, entonces… ¿por qué no lo tenía? Afuera la espesa brumase convirtió en lluvia, y cada gota que se desparramaba en la ventana se sentía como los golpes de un martillo que furiosamente clavaba una estaca en mis entrañas. Y en ese estado de adormecimiento, de escepticismo total hacia las cosas, sólo estaba él, en ese momento sólo él era mi vida, mi pensamiento, mi religión. Intenté dormir, pero su nombre volví a mi memoria, el sillón que me sostenía era ahora una cama de clavos, sentía cada pliegue del terciopelo como filosos cuchillos clavándose en mi piel. Cerré los ojos una vez más, afuera la lluvia convertía el piso firme en un mar dulce, no tenía noción del tiempo, no sabía cuánto había estado sentada allí, tampoco quería ir a la cama, esta representaba una trampa en la que siempre me quedaba atrapada, mientras me cubría un espeso manto de desasosiego. Es verdad, ya no quería volver jamás a ese lecho. En ese momento entré en una soñolencia que me inmovilizó por unos instantes. Pero me desperté exaltada, tenía una sensación de ahogo, el alma se me retorcía, y un frío polar me recorrió la espalda, sentí el sudor frío recorrerme la frente, era él, él había burlado los cerrojos, los enrejados, las trampas, había hecho oído sordo a las amenazas y había venido hasta mí. Había acariciado con sus labios mi hirviente cien, sentí su helada mano presionar la mía contra su pecho, y acercándose a mi oído susurró dulces palabras de amor, dijo con su áspera voz que mirara a la muerte a los ojos, que la besara en la boca y le digiera que aún no, me pidió que resistiera la fiebre. Y ahí cuando abrí los ojos había desaparecido, me levanté como poseída por el mismo diablo, mis piernas ya no dolían, los padecimientos habían desaparecido, no me sentía más enferma, ahora podía volar rápidamente, antes de perder su rastro, percibí su aroma en la ventana, la abrí grite su nombre y el viento me respondió: no sé de donde. Y antes de perder completamente la cordura, las lágrimas me cegaron, y no pensé en nada más que él llamándome desde el silencio. Sin pensarlo más salté por la ventana hacia el abismo.

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