lunes, 11 de junio de 2007

Un cuentito

Sobre un terreno lodoso y putrefacto se había construido el Mausoleo de la familia Parcatti. Aquel lugar estaba situado en las afueras del pueblo, al oeste del río. La imponente arquitectura, databa de finales del s. XIX A unos cien metros de la estancia “In Aeternum”. Todas éstas tierras son privadas, pero ya no hay integrante de la familia que venga a reclamar por ellas y desde los años que vivo acá ningún ser humano ha venido a perturbar él lugar. Aquel sitio, casi desconocido para los lugareños, encierra miles de historias fantásticas y absurdas, se dice que la tierra está maldita, que el mismo demonio habita entre sus árboles, que hay una fuerza maléfica en sus tierras, que devora las almas grises y te insita a proceder de manera irracional y desenfrenada. Todos los Parcatti habían muerto de dolorosas y extrañas muertes, y aquel mausoleo reunía a tres generaciones de pobres almas.
Sin embargo existía una anciana que vivía sola en aquella vieja estancia. Nadie sabía de la existencia de aquella dama de más de ochenta años, de sus anchas caderas, de sus hombros pequeños, de su cabello largo ceniciento, de su tez pálida y de sus profundos ojos negros. Recuerdo aquellos ojos húmedos y desesperados buscando algo de amor y misericordia en los míos. Aquella mujer llevaba el peso de su apellido con años de soledad y dolor.
Aquella mañana de mayo me levanté de la cama, me vestí rápido y comencé a caminar desorientada. Estaba herida, sentía el dolor abrirse paso por mi alma, una profunda tristeza me estaba desgarrando por dentro. Seguí caminando, alejándome de aquel pueblo ingrato que me aborrecía. Solo quería huir lejos, estaba cansada, dolida, estaba asustada de mi propia naturaleza. Necesitaba hallar la manera de liberar mi alma de ésta nefasta tierra.
Fue esa fría mañana de mayo, que alejándome del mundo, encontré un lugar diferente. Sientiéndo que yo pertenecía allí o que debía hacerlo. Encontré un terreno muy extraño, lo primero que noté al saltar el alambrado, fue que la tierra era oscura, negra azabache, estaba húmeda, casi fangosa. No había en ella ningún rastro de hierba. Caminé toda la mañana por aquel lugar, el cielo estaba nublado y poco a poco comenzó a descender una neblina que lo cubrió todo. De pronto reaccioné. Estaba sola, lejos de mi casa, sumergida en un mar de nubes. Un escalofrío recorrió toda mi columna, creí desmayarme de terror. Por un momento me costó respirar, pero apreté fuertes mis puños y seguí avanzando. Mis pies se hundían con suavidad, parecía que cada movimiento deliberado que hacía, era un movimiento casi planeado, calculado por otros ojos que no eran los míos. Tracé un sendero misteriosamente, puesto que en ningún momento, de las dos horas que seguí avanzando, hallé algo que interrumpiera mi marcha. Sin embardo desperté de mi sopor cuando la neblina se retiró y a un metro frente a mi divisé un robusto ciprés, sin hojas, sin brotes, seco desde las raíces hasta la última de sus ramas. Todos los árboles que empezaba a vislumbrar padecían la misma suerte. Parecían maquetas de cartón creadas por algún dios macabro. La tarde comenzaba a caer, estaba exhausta, deprimida, hambrienta y helada. Pensé que más adelante encontraría un lugar donde descansar, pero francamente no podía imaginarme lo que me sucedería. Crucé un largo trecho entre esos árboles cadavéricos. El silencio era abismal, no había pájaros, no había insectos, ningún ser vivo habitaba esas tierras. Yo estaba muy cansada, pero ya no había vuelta atrás, una fuerza extraña me impulsaba a seguir avanzando y así lo hice, hasta que el cielo oscureció. De un momento a otro me encontré en la más temible de las penumbras. Otra vez el terror se apoderó de mi, la respiración se volvió dificultosa y comencé a llorar; lloré, lloré y mi llanto se convirtió en gritos desesperados, me golpeé la cabeza con los puños, me tiré el cabello con fuerza y comencé a caminar a ciegas tropezándome con los árboles, hiriéndome con sus toscas ramas. Fue en ese instante de intenso pánico, cuando sentí su mano helada sujetar con fuerza la mía. Un grito agudo escapó de mis labios y mi cuerpo petrificado del terror, cayó al suelo lodoso.
Cuando abrí los ojos aún no era conciente de lo sucedido. Había una luz cálida que provenía de una lámpara de aceite. Necesité unos minutos para recuperarme, ordenar los sucesos, comprender lo que había ocurrido. Entonces la vi, la anciana tenía un rostro muy pálido. Era de contextura pequeña. Al percatarse de mi espanto, esbozó una sonrisa, podría decirse que era una dulce anciana, pero cuándo observé sus ojos, recordé la tierra muerta y la noche cayendo sobre mi como una daga certera que apunta hacia mi pecho. Por un momento temí que esos ojos quisieran devorarme.
_"¿Estás bien?" me preguntó. _"¿Qué haces a éstas horas por aquí?"
Tarde unos segundos en reaccionar y poder responderle.
_ “No sé que pasó. Estaba caminando y se hizo de noche” Respondí, apartando la mirada de sus ojos.
_ “Menos mal que te encontré. Estaba recogiendo un poco de leña cuando escuché tu llanto. De haber pasado la noche en el bosque hubieras muerto por las bajas temperaturas. Ayudame con éstos troncos y vamos a casa".
Me levanté del suelo, con mucho esfuerzo. Sin objetar recogí la leña y marché detrás de ella, guiadas por la lámpara. Un extraño deseo nació en mi alma cuando desperté y contemplé sus ojos. Un ferviente impulso sacudió mi cuerpo. Un impulso que asistir y que mi mente aún no podía reconocer. Una fuerza superior que clamaba más poder. Un hambre irracional que no podía controlar. Un capricho que se apoderó de todo mi patético ser.
Y pensar que había estado tan cerca de la Estancia cuando me había dado por vencida. La anciana me hizo pasar, y me ofreció a sentarme en un viejo diván de terciopelo; dispuso la leña al lado de la chimenea y arrojó dos troncos al fuego.
_"Ya regresó". me dijo secamente.
Quedé impresionada por la amplitud de la sala, decorada con muebles antiguos, cubiertos de polvo, olvidados por el tiempo, pero que aún podía apreciarse su magnífico trabajo de carpintería. Las paredes estaban húmedas y lo que quedaba del papel tapiz solo eran unos trozos de papel sucio. Supuse que esa estancia habría sido una de las más ricas de la zona.
La anciana me sacó de mis pensamientos cuando abrió la puerta cargando una fina bandeja de plata con té y pan recién horneado.
_ “Aquí tienes un té bien caliente querida. Te hará bien”.
_ “Gracias ¿sra…?”
_ “Sra. Parcatti”
Mientras bebía mi té caliente sra. Parcatti me contó de su familia, de sus días gloriosos de juventud y esperanza. De una familia que había venido de Italia con deseos de prosperar y trabajar esta lejana tierra. Mientras, yo cortaba rebanada tras rebanada de ese humeante pan de anís. La sra. Parcatti habló de sus constantes esfuerzos por cultivar la tierra, del desánimo general, de las peleas que poco a poco fueron destruyendo a la familia, de extraños sucesos, de muertes terribles, de la pérdida de su amor, de la decadencia que poco a poco había sucumbido a su familia. Yo estaba extasiada…el té con canela y el pan de anís estaban exquisitos.
_ “Ah, disculpá a ésta pobre anciana que se ha emocionado. Y vos querida, ¿Por qué estás aquí?
¿Se había emocionado? No lo había notado. Le conté de mis tristezas, de mi angustia constante, de mi vacío. De mi necesidad de alejarme de la gente, de mi rechazo ante lo cotidiano, de mi negatividad, de mi aspecto deprimente, de mi hiriente soledad, del odio que había nacido para sostener ésta piedra en la que me había convertido. Por un momento sra. Parcatti no pronunció ni una palabra, hasta que de sus mustios labios surgió una frase en latín.
_ “Abyssus abysum invocat”
¿Había juzgado mi actitud? ¿O se refería a algo más profundo? ¿Acaso hizo alguna mención a éste extraño encuentro entre nosotras dos?, más hice caso omiso a su expresión y me tomé otra taza de té.
_ “Gracias sra. Parcatti” le dije mientras le entregaba la taza vacía y esbozaba una sonrisa de satisfacción. Y volví a mirar sus ojos, que ahora me parecían hermosos. Estaba surgiendo en mi un extraño sentimiento parecido al amor, pero de otra intensidad. Era una sensación ambigua que se iba introduciendo en mis entrañas como si fuera un deber, una orden suprema, sagrada, de una nobleza desconocida.
La sra. Parcatti me ofreció a quedarme allí esa noche. Me condujo a una habitación muy cómoda, con unos muebles artesanales exquisitos. Me estiré sobre la cama y respire tranquilamente, por primera vez en mi vida me sentía feliz.
_" Buenas noches querida". me saludó suavemente, mientras su tierna figura se perdía tras la puerta.
Ahora me planteo ésta duda “¿Habrá presentido, Madame Parcatti, lo que sucedería esa helada noche de mayo?” ¿Habrá sido posible que lo leyera en mis ojos, en mis gestos, en mi aparente tranquilidad? ¿Lo habría deseado?
Yo estaba muy ansiosa, trataba de contener mi ansiedad, pero no podía dejar de morderme los dedos. Daba vueltas en la cama, me restregaba contra las sábanas, el peso de las frazadas me sofocaba. Era el deseo más oscuro, era la profunda oscuridad de mi alma, era el placer de mis manos, era el silencio eterno, era la tierra húmeda, era el cielo rojizo, eran los árboles agrietados, eran los muertos del mausoleo, eran el aire frío, era el calor de la leña, eran los ojos negros y brillantes de la sra. Parcatti, era el abismo. “Abyssus abysum invocat…”
Me senté en la cama y apoyé mis pies desnudos sobre el piso de madera. Me erguí sobre mis huesos. Contuve el aliento. Caminé despacio, guiándome entre las sombras, hasta llegar a la habitación de la sra. Parcatti. Me acerqué despacio, solo por disfrutar un poco más de éste momento, que por precaución. Nada podía detener lo que ya estaba hecho. Era lo ineluctable, el momento preciso donde todo fusiona y el acto se contempla, incorrupto. Exacerbando cada minucioso detalle, cada ínfimo pensamiento etéreamente planeado.
Me acerqué al lecho perfumado de la sra. Parcatti, olía a seda tibia y colonias añejas. Y como poseída por mil demonios, de naturaleza seductora y complaciente, apreté su cuello con mis pequeñas manos. Sobresaltada la sra. Parcatti abrió sus enormes ojos, sus expresiones se conjugaron en una mirada de absoluto terror y plena disposición. Sus brazos empezaron a moverse como serpentinas de papel en el aire. Totalmente alucinada por ésta nueva y completa forma de exaltación, presioné con más fuerza y delirio aquel flácido y endeble cuello. Su garganta parecía entonar una melodía extrema para mis oídos. Fui consiente del terrible pecado que consoló mi cuerpo, mi mente y mi alma, esa noche. Su boca expandida y torcida, su piel más corrugada que nunca, su cabello blanco revuelto, sus brazos como veletas hundiéndose, su piel pálida combinada con una paleta de fríos azules y violetas, y sus ojos, impasibles, imperturbables, sus ojos llameantes hasta el fin. Aflojé mis manos cansadas y me recosté a su lado. Estaba tan excitada, había saciado ese brote demente que había surgido en mi corazón y que había culminado en ésta tierra de infinito misterio.
Dormí toda la noche. Al día siguiente envolví a la sra. Parcatti en sus sábanas blancas y la arrastré cien metros hasta el bello y melancólico mausoleo de su familia. Allí la coloqué en un espacio dispuesto para ella. Tenía aún los ojos bien abiertos. La contemplé un largo rato, me sentía llena de paz compasión. Y me fui a buscar leña para la vieja estufa, evocando el suave perfume de sus sábanas.
Jamás hubiera imaginado lo que me sucedió aquella fría noche de mayo, donde la tierra misma me convocaría para saciarnos la una de la otra.

Maida

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