Todo empezó cuando quise demostrarle a mi prima que podría comerme un insecto sin problemas. La verdad es que la idea me causaba náuseas pero el orgullo suele ser más grande que cualquier desafío. ¡Vaya muestra de valor el mío! Los grandes ojos de mi prima dejaron de parpadear al verme agarrar con las puntas de mis dedos a una hormiga negra, que paseaba tranquila sobre unas maderas, inmediatamente me la lleve a la boca y la retuve en ella hasta decidirme a tragarla. Lo que me pareció que había durado una hora en realidad habían sido unos pocos segundos de asco. Mi prima no pudo más que soltar una carcajada mientras me repetía “¡Estás loca, estás loca!” Bueno esto no era algo nuevo para mí, podría decirse que todos en mi familia lo pensaban; que todos en el barrio lo sabían y que casi todo el pueblo era conciente de mi inestabilidad emocional. Me era tan familiar la palabra “loca”, como adjetivo de incoherencia y anormalidad, que ya no era motivo de disgusto para mi, era más bien como saborear el nombre de algo que al principio no te agradaba y con el tiempo comienza a serte indiferente hasta el punto de sentirte terriblemente atraído por aquello. Bueno algo así me paso con la hormiguita. Después de habérmela tragado sin siquiera darle un mordisco me dio algo de curiosidad, ya que había cometido semejante estupidez al menos podría haberlo hecho bien. Y me pico la duda, o quizás fuera la hormiga por dentro, lo cierto es que al otro día agarré una hormiga del patio y la coloqué en la lengua, cierto es que el pobre bicho quería liberarse, pero a causa del apretón de dedos que le había dado y de la espesa saliva de mi boca, la hormiga prácticamente no podía moverse. Entonces la mordí, al principio no noté su sabor, estaba quizás más preocupada por el terrible sabor que desprendería que no pude apreciar con calma su verdadero sabor y volví a tragármela rápidamente. Entonces tomé otra hormiga y realicé el mismo procedimiento, pero esta vez procuré relajarme y concentrarme, desvinculé el insecto de mi mente y solo traté de degustar su verdadero sabor, era una combinación fuerte entre sal, ciruela, jugo de limón y laurel. Pensé que quedarían riquísimos es escabeche o como condimento para carnes blancas.Siempre me había gustado comer carne, incluso cruda, pero jamás imaginé que terminaría masticando hormigas como si fueran pikles. Y así comenzó todo. Los primeros días comiendo hormigas, pero poco a poco mi curiosidad digestiva empezó a desear otros insectos. Lo primero que se me antojó probar fue un grillo, cuando pude atraparlo, noté que sus patas eran demasiado largas y ásperas, así que en cuando se las arranqué, la agarré de la cabeza y lo mordí partiéndolo por la mitad, un jugo viscoso de color amarillo se derramó de mi boca, tenía un sabor muy amargo, como esa bebida de hierbas serranas que se sirve bien fría. Y así hice con los pobres grillos, los recogía, los desmembraba y los colocaba en una caja dentro de la heladera, de modo que cuando quisiera un trago amargo de grillo, solo tenía que sacarlo, apretarlos y beberme sus vísceras. Otro día, cansada de hormigas y grillos fui al patio y divisé unos lindos caracoles, son tan preciosos, siempre me había gustado “verlos”, pero esa tarde simplemente me decidí y tomé uno, claro que el asustado bicho, como adivinando el futuro que le esperaba en mis manos, se metió adentro de su caracola. Así que fui a la cocina y saqué un palillo, el cual metí bien adentro e intenté sacarlo, pero increíblemente un caracol vivo dentro de su caracola no sale tan fácilmente. Coloqué el caracol sobre la mesada de granito y le asesté un pequeño golpe con la palma de la mano, retiré todos los pedazos rotos de su caracola y pude contemplar bien al glutinoso insecto. Al probarlo sentí una especie de goma laca en mi boca, podría decirse que no tiene mucho sabor, era como gelatina con sabor a acelga, pero más firme y tenso como el mondongo. Recordé entonces un guiso de mondongo delicioso que había hecho mi madrina hace mucho tiempo y me dieron ganas de comer más mondongo o mejor dicho más caracoles.
No sé cuanto tiempo estuve comiendo hormigas, grillos, caracoles, orugas, y todo tipo de cascarudos. Sin embargo había dentro de mí un hambre de carne que crecía día tras día, era como un hueco que no podía saciar y francamente los insectos no podían colmar ese gran abismo macabro que se abría paso dentro de mí. De pequeña había sido una niña muy voraz, sentía dentro mío un infinito deseo de tragarme todo cuanto se me presentara, existía en mi, un mundo vacío de placeres que debía llenar constantemente o mi cuerpo comenzaría por acalambrarse desde el estómago hasta el pecho y el dolor y la angustia por no malcriar a mi cuerpo sería insoportable. Como un capricho que no podía controlar, un oscuro secreto que solo mi alma sabía y que se negaba a contarme.
Tres veces por semana debía ir a cuidar a mis primas, mientras su madre trabajaba. A veces cuidaba a ambas, a veces solo a la más pequeña y a veces, como esa tarde, me quedaba sola, limpiando y haciendo los quehaceres de la casa. Mientras preparaba la carne para hacer unas milanesas me iba comiendo pedacitos crudos untados con huevo, ajo y perejil, o si veía rondarme alguna mosca, rápidamente con el repasador le daba un zarpazo y ya tenía otro bocadillo que disfrutar. Sin embargo mi apetito nunca cesaba, necesitaba probar algo nuevo, algo más consistente, más apetecible, más carnoso y sangriento. Sin embargo los ladridos de Lola me sacaron de éstos pensamientos. Lola era una encantadora perrita cocker de color negra. Estaba ladrando hace rato pidiéndome algo de comer. Cuando le di el alimento, me senté a su lado, incliné mi cabeza y la miré largo rato mientras comía desesperada y feliz esos granitos crujientes para caninos. No había en mi mente sendero que no pudiera atravesar, mi conciencia no existía cuando mi deseo carnal se imponía. No existía en mi, oposición alguna con los oscuros deseos del demonio. Sé que puedo parecer tan fría y tan mecánica, pero no necesite pensarlo, tomé el cuchillo grande, que usaba para cortar las papas, y la calabaza y le atravesé la nuca al sorprendido animal. Nunca me había caracterizado por tener fuerza en los brazos, necesité unos cuantos segundos para hundirle el cuchillo completamente y con mucho esfuerzo, también, tuve que sacarlo. El animal no se resistió demasiado, solo pude oír su chillido ahogado hasta que acabé. Sobre el mosaico comenzaba a extender la sangre tibia y perfumada. La tomé entre mis manos y la bebí con gran frenesí, chupé mis dedos uno por uno y comencé con la tarea de desollarlo, faena para nada fácil, que me resultó tediosa, pero era necesario liberarlo de su innecesario pelaje y masticar su joven carne. Mi estómago rugía de felicidad, cada minuto que pasaba se me hacía insoportable, arrojé el cuchillo a la pileta y con mis propias manos le arranqué la piel, a tirones y como un león salvaje que se devora a un indefenso antílope, con mis dientes mordí aquel cadáver que urgía ser descartado. Al terminar me dolían los brazos, las manos, las mandíbulas y los dientes. En 35 minutos debía dejar todo limpio, a las seis de la tarde cumplía mi horario y como tenía un juego de llaves, limpiaría toda la evidencia, me llevaría los restos de Lola y los arrojaría en un descampado y diría a la madre y a mis primas que la perra se me habría escapado y no habría vuelto. Y así lo hice. Y resultó de maravilla, a la semana nadie se acordaba de aquel perro fastidioso. Después de todo, hasta se diría que les había hecho un favor. De lo que no podía olvidarme era del sabor tibio de la sangre recién obtenida. Por lo que estuve yendo a distintas carnicerías en busca de sangre vacuna, era algo difícil de conseguir, más que nada porque nadie la precisaba, excepto los carniceros que elaboraban sus propias morcillas caceras. Y eso fue lo que les decía, sonaba algo absurdo, pero ¿Qué tan ilógico podría ser que una joven, estudiante para chef, necesitara sangre para aprender a hacer sus morcillas? Bueno, no estudio para chef, pero fue una buena mentira, ¿O se atreven a pensar que no? Miren que podrían correr la suerte de Marcos Mediavilla. Marcos era un joven regordete, de tez morena y rostro agradable. Trabajaba en un cyber, de mañana y solía verlo una o dos veces por semana antes de retirar a mi primita del jardín infantes; me gustaba ir a navegar en la red, en busca de páginas macabras, y de fotos desagradables. Mi alimento tenía muchas procedencias, pero solo la concupiscencia carnal me satisfacía. Y las fotos, el arte y la música ya no me compensaban. Con el paso de las semanas, noté un brillo distinto en los ojos de Marcos, sus saludos eran cada vez más frecuentes y sus sonrisas más anchas. Comencé a visitarlo regularmente y teníamos pequeñas pláticas sobre música y recitales. Un viernes, siempre por la mañana, me invitó a una tocada que se haría en un bar, el sábado por la noche. Quedamos en encontrarnos a la hora acordada en aquel bar mediocre de la ciudad. Bebimos cerveza, charlamos y escuchamos a la banda heavy, que parecía querer tocar toda la noche, por suerte terminaron a las tres de la mañana. Mientras más miraba a Marcos más apetecible me parecía, y quizás un poco producto de la cerveza, le dije al oído “quiero comerte” Marcos se río exaltado, me miró de frente y me dijo “yo también”. Si él hubiera sabido, de mi extrema sinceridad, de mi carácter directo y frontal, si él hubiera sabido que yo no hablaba literalmente, quizás hoy no estaría aquí. Pero Marcos me tomó de la mano y me llevó a un hotel alejado del centro. Casi podría decirse que él fue tan responsable como yo por lo ocurrido. Cuando estuvimos solos en la pequeña habitación, absurdamente decorada con espejos en todas las paredes, Marcos se acercó a mi y me besó en los labios, una fuerte avidez recorrió mi cuerpo, otra ves el estómago me clamaba y ésta vez yo no deseaba oírlo. Pero el impulso fue más fuerte y lo besé bruscamente, mordiéndole el labio y provocándole un corte pequeño, pero suficientemente profundo como para que le brotara algo de sangre, corriéndole como un pequeño hilo de seda carmesí, sobre su barbilla. Al primer contacto con su sabor y su olor, no pude soltarlo más, le succioné la boca hasta dejarle los labios morados. A Marcos no le pareció importunarle, incluso parecía disfrutarlo y como siguió besándome, yo me deslicé por su cuello, mordiéndolo de costado, le di varios mordiscones y Marcos temblaba como un lindo y tierno conejito en manos de su cazador. Le saqué la remera y le desprendí el pantalón y le pedí que se recostara boca abajo en la cama de dos plazas, que estaba a nuestra disposición. Marcos obedeció, como un esclavo sumiso e indefenso. Yo me coloqué encima de él, y comencé a morderlo por la nuca, luego hice hincapié en los hombros y los brazos carnosos. Bajé por su espalda tratando de darle pequeños pellizcos con la punta de los dientes y cuando llegué a sus protuberantes nalgas, por encima de sus calzoncillos, las apreté codiciosamente entre mis manos y los mordí con fervor. Marcos dejó escapar un grito, incapaz de reconocer como de dolor o placer, y rápidamente estiré el brazo hacia mi bolso y busqué las sogas que había dispuesto antes de salir. Cuando Marcos las vio no puso objeción alguna, estaba decidido a ser mi plato principal ésta noche. Le pedí que se volteara hacia mi lado y até sus muñecas a los barrotes de la cama, haciendo un esfuerzo enorme por sujetarlo bien, creo que Marcos estaba demasiado excitado como para darse cuenta de mi verdadero propósito. También le sujeté los pies, ajustando firmemente la soga, para que fuera imposible desatarse. Sentada arriba de su cintura, miré un instante ese rostro tan agradable y tranquilo que Marcos poseía. Marcos me sonrió por última vez y cuando me incliné para besarlo le arranqué el labio inferior de un enérgico tirón, Marcos gritó desesperadamente, pero la sangre ahogó el grito inmediatamente. Además en aquel lugar los gritos eran frecuentes y solo subí un poco más la radio de fondo. La sangre fluía intensamente, llenando la garganta de Marcos, que parecía una copa de fino vino tinto. Mientras escuchaba la respiración entrecortada de Marcos, procedí a comerme una oreja, me la metí entera en la boca y de otro tirón la arranqué completamente, así hice con la otra oreja, y con parte de su nariz. Podrían decir que soy una mujer insensible, pero todas mis sensaciones se encuentran revueltas en mi estómago y no conozco otra forma de liberarlas. Nuestros rostros estaban bañados en la sagrada tinta del destino. Durante tres horas, comí sin parar del aquel cuerpo pulposo. Lo mordí en todas direcciones y en todos los rincones diferentes de su joven cuerpo. No se, en que momento, Marcos dejó de moverse o de respirar, me olvidé por completo de él, me sentía plena, completamente satisfecha. Pero hasta el cuerpo de Marcos era demasiada carne y demasiada sangre para mí, no había forma de acabarlo y no hubo forma de hacerlo. Casi sin poder moverme, con el estómago hinchado de goce, me bañe, traté de limpiar mi ropa y salí apresuradamente; el lugar estaba pago, pero solo faltaban dos horas para que se cumpliera el plazo. A las diez y media de la mañana encontraron el cadáver a medio devorar de Marcos Mediavilla, atado de pies y manos en un hotel dos estrellas en las afueras de la ciudad. Pocas horas después fui detenida, me encontraron vomitando en el baño de mi casa. Cuando me irguieron para esposarme, podía verse flotando en el inodoro un trozo de oreja, de aquel joven tan sabroso que me habría llevado a cometer éste acto, tan repugnante para algunos y tan imperioso para mi.
Ahora estoy mucho más tranquila, me inyectan altas dosis de relajantes todos los días y si tengo crisis de ansiedad me encierran en una habitación acolchonada con una resistente camisa de lienzo. Como he estado portándome bien éstas últimas semanas, me han llevado de vuelta a mi habitación y les he pedido que me dieran unos papeles y una birome para escribir. Quería dejar por escrito mi versión, antes de proceder a degustar mi último plato. El hambre no va a desaparecer, necesito acabar con él. Ésta será mi última cena. Y masticándo mi tierna muñeca, me despido de todos.
Maida

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